¿Qué se siente
cuándo se está solo?
¿A qué sabe la
soledad?

Debo admitir que de
ahí nace mi debilidad por las películas contemplativas, esas que están formadas
por planos que parecen querer llamar tu atención -la tuya y no la de quien
tienes al lado- como para contarte algo. Esos planos que, desde el silencio, te
miran a los ojos, pausados, tranquilos, bellos en su propia composición, aun
sin pretenderlo. Planos que, desnudándose sólo en una parte, desde la
discreción, lo están mostrando todo; que te hablan despacio, te abstraen del
mundo, y se dirigen hacia ti casi en susurros. Supongo que mi debilidad por las
películas contemplativas es a raíz de mi afición por esas instantáneas que
permiten un diálogo íntimo: qué hay dentro del encuadre y qué se ha quedado
fuera. En ese diálogo con quién decidió que el plano fuera así, y no de otro
modo, surge el intercambio de sensaciones con uno mismo, con el interés de
captar su propia esencia. Esencia que parece diferente según quien la mire pero
que, sin embargo, subyace escondida siendo la misma para cualquiera. Sólo hay
que saber mirar. Y esos planos, que uno puede ir reelaborando a su paso por la
calle, en el supermercado, en el parque, en el metro, en un bar o hasta en una
gasolinera, son los que hacen arte.

“Edward Hopper era un hombre introvertido, que
amaba el anonimato y odiaba las estridencias. Características estas dos
imprescindibles para quien quiere mirarlo todo sin perder detalle pero, al
mismo tiempo, sin provocar alboroto ni despertar sospechas. Edward Hopper es,
sobre todo, mirada”.
Hopper mira de tal modo que consigue, con
facilidad, llenar de vibraciones positivas a quien contempla alguno de sus
cuadros, aunque el cuadro, en sí mismo, esté inmerso en dramatismo. Eleva la
soledad, esa compañera de viaje con la que nadie quiere viajar, al rango de
arte que se merece. Porque la soledad no es negativa, es vital. Y la vida, en
sí misma, puede ser arte. Así lo concibe la mente del artista. El pintor es capaz
de representar un instante suspendiéndolo en el tiempo. Hopper consigue
conectar tanto con mi manera de sentir, que me provoca levitaciones con su
arte.

Algo parecido me pasó cuando me inundé de los
sentimientos que embriagaban a Loreak. Unos segundos dura su primer fotograma, una
pantalla negra absoluta que parece no mostrar nada, pero acompañada por un
ruido evocador de lluvia que se gana el respeto para los próximos minutos de
metraje. Cada plano que seguía en el filme, cada instante representado y
suspendido en el tiempo, me provocaba una sensación extraña, algo que no lograba
descifrar. ¿Qué era lo que tenía Loreak, que embelesaba? Sin duda, una pincela
de Hopper provocadora.
Hubo algo en su fotografía que, sin ser
calificada como espléndida, consiguió hipnotizarme. La delicadeza en la
composición, de cada uno de los elementos que quedaban dentro del encuadre, me
resultó sublime. Fue debido a un fotograma, en concreto, por lo que reconocí al
pintor, y activé mis sentidos: un plano que encuadraba a una de las
protagonistas sentada en una cama, cabizbaja, homenajeando a gritos “Habitación de hotel” de dicho artista.

Y se ve la película de otro modo. Se concibe
de otra manera su mensaje cuando se entienden los cuadros de Hopper como
influencia en los fotogramas de Loreak. El tema central, en ambos casos, es la
soledad. Edward siempre tiene como centro, en sus lienzos, individuos
solitarios que, por muy acompañados que puedan encontrarse, se sienten solos; y
se ve, se palpa su sentimiento. Individuos ensimismados que, se encuentren
donde se encuentren, se sienten en intimidad. Es la mirada interior que Hopper
comparte con sus personajes. La misma mirada que puede apreciarse en la
película. Vuelvo a citar palabras textuales de Martín Gaite, siempre teniendo
en mente el modo en cómo están retratadas las escenas y los personajes de
Loreak:
“Hopper
tiene la capacidad de enfatizar psicológicamente lo real y dotarlo de un grado
de abstracción que remite a escenas cotidianas. Los personajes de Hopper no
solamente son seres “abstractos”, lo cual se explica por su condición de
imágenes pintadas, sino que siempre están “abstraídos” ellos mismos, como
tocados por el ala a la vez corpórea e incorpórea del instante”.
La mayoría de sus cuadros están protagonizado
por mujeres. La suya, en concreto, fue su única modelo. En los “lienzos” de
Loreak lo son Ane, Lourdes y Tere que, cada una a su modo, convive con la
soledad que les acompaña. En cada vista de Hopper, como en cada plano de Loreak,
hay un antes y un después que se sugiere, mientras lo mostrado queda suspendido
en el tiempo, invitándote a contemplarlo. Es ese silencio que se palpa, ese
vacío que se percibe, esa falta de comunicación explícita, la que aturde y
enloquece provocando el exigir más.
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En una y otra obra se deja notorio, a su paso,
una combinación de seres humanos y elementos retraídos que, aun llamando al reencuentro
de sí mismos, invadiendo las cuatro esquinas de tristeza y melancolía, provocan
que el espectador, al observarlos, vea más allá, quiera comprender su
situación, y ese propio entendimiento le haga sentir una profunda calma, a
veces más inexplicable en la situación real que en el propio encuadre.
Después de ver esta relación entre pintor y
cineasta, me dediqué a jugar buscando fotogramas que se asemejaran a los
cuadros hopperianos. Quizá es pura
casualidad, pero mi inquietud cobró su efecto. Planos que se explican con la
filosofía que utilizaba el artista en sus pinceladas. Y, sin duda, el mensaje
que defiende el filme queda enfatizado. Debo reconocer que me he divertido buscando
una posible historia a los personajes que aparecen en los cuadros de Hopper, paralela
a la que se estaba narrando en Loreak. En todos ellos, encontrando sus
similitudes, he comprobado que están dotados por espacios limpios, geométricos,
de colores planos y líneas arquitectónicas que encuadran a mujeres aisladas,
anónimas, con una sensación agridulce de soledad que se sopesa en la pantalla.
Mujeres que tienen sus propias preocupaciones íntimas sin percatarse de si están
siendo o no observadas. La imposibilidad de comunicación y la sensación de
incomprensión que todas ellas, cada una a su manera, reflejan. Esa emoción que
transmiten y comparten con quien las mira.













